La historia de Greg Dunn podría citarse como un ejemplo acabado de epifanía existencial, ese momento de iluminación súbita en que, se dice, una persona descubre su verdadera esencia, su razón de ser en este mundo y, parafraseando al escritor francés Albert Camus, el motivo por el cual, incontrovertiblemente, la vida vale la pena ser vivida.
Esta es la historia:
Unos pocos años atrás, en 2011, Dunn concluyó con su doctorado en neurociencia en la Universidad de Pennsylania y, como regalo para su logro, decidió experimentar la privación sensorial en uno de esos tanques diseñados para tal efecto.
Así, un poco como si se tratase de unos de esos ríos mágicos que abundan en varias mitologías, aquellos que cambian y transforman a quien se baña en sus aguas, Dunn salió del tanque convertido en otro, ya no solamente un neurocientífico recién graduado sino algo más, algo distinto: se descubrió artista.
“Una de mis frustraciones con la escuela fue la adherencia absoluta a la verdad, los principios, los hechos. Me inspiro en la anatomía, pero no soy un esclavo de ella”, dice Dunn, quien ahora es un artista de tiempo completo que ha encontrado su manera de expresión en líneas de tinta en donde se cruza la belleza intrínseca de la anatomía cerebral, el quietismo de ciertas tradiciones gráficas (especialmente de Oriente) y cierta caótica contingencia propia del curso de la tinta.
Previsiblemente, la obra de Dunn es sumamente apreciada entre médicos y colegas de profesión, pero, sorpresivamente, también entre personas con algún tipo de trastorno neurodegenerativo, quizá porque “les ayuda a pactar o apreciar con esa cosa que tantas molestias les causó”, supone el artista. Y concluye, a propósito de los materiales que usa, que algo tiene de herméticos y de alquímicos.
“Me gusta la idea de dibujar sobre fuerzas similares a las que producen el arte”.
Fuente: Wired