La bailarina, coreógrafa y videoartista argentina Margarita Bali acaba de publicar un libro sobre su obra artística, Universo Bali. Editado por Alejandra Torres, esta obra colectiva reúne imágenes, textos y material sobre las diversas facetas y disciplinas por las que Margarita transitó a lo largo de su vasta carrera.
El libro se presenta el jueves 20 de septiembre a las 19 en el Museo Nacional de Bellas Artes. Ese mismo día se estrena también, Escaleras sin fin, obra coreográfica site specific que filmó Margarita Bali como artista invitada de la Universidad de Washington en Seattle, Estados Unidos con una Beca Arthur W Mellon (2018).
Reproducimos en exclusiva un capítulo de esta obra flamante, Mi escuela, mi jardín, escrito por la artista e investigadora, Claudia Groessman. Acá va:
«La Escuela Taller de Danza Margarita Bali fue mi escuela verdadera, un espacio para la circulación del deseo y el descubrimiento de mi vocación artística.
Fui alumna de la escuela entre 1986 y 1988. Después de una adolescencia atravesada por el miedo y el silencio de la dictadura significaba la posibilidad de dar cabida a un cuerpo que todavía se desconocía a sí mismo, reorganizar el mapa de la experiencia, cruzar la disciplina de las técnicas de danza con la inminencia de las imágenes todavía ciegas pero que necesitaban encontrar su forma.
Intuía ese mundo que comenzaba a abrirse la primera vez que vi la Compañía Nucleodanza, de la que Margarita Bali y Susana Tambutti eran sus directoras. ¿Cómo se miraba una obra donde lo reconocible y lo extraño se tensaban como en un sueño? Era una enorme novedad para unos ojos curiosos en un momento de incertidumbre y de tentativa de búsqueda.
¿Qué íbamos a buscar a la Escuela? Una aventura donde lo extraordinario tuviera lugar.
Recuerdo en otoño, el colchón de hojas que se acumulaba en la vereda y el cielo abierto del barrio de Colegiales. La caminata apurada se convertía en rutina amorosa conducida por una suave pero persistente vibración: el bendito entusiasmo, que sostuve a lo largo de los tres años de formación de la escuela.
A la entrada, el pequeño paraíso del jardín de la casa de Zabala y Freire ya era una invitación a la belleza, junto a la luz cálida de los salones y el piso de madera clara. La conexión entre el adentro y el afuera de su arquitectura era una invitación también a buscarla en nuestros cuerpos y sus posibilidades expresivas.
Estar ahí era un campo de prueba para las pasiones alegres: entre la coexistencia de la vulnerabilidad y el control, entre el aprender a imaginar con los movimientos y el misterio de su encadenamiento en una secuencia, entre la máxima abstracción y las emociones tangibles.
La formación del bailarín contemporáneo en ese momento era un complejo de información física de técnicas altamente formalizadas, no solo la danza clásica, también la Post Modern Dance, la técnica Cunningham, cada una estructurada a partir de matrices que proponían lenguajes de movimiento diversos, como la contracción en el Graham, el impulso en la técnica Jennifer Múller, la caída y la recuperación en la técnica Doris Humphrey, entre otras. La danza Jazz ofrecía un contrapunto con su extroversión y su magnetismo escénico.
Cada técnica implicaba un camino de indagación que exigía un cuerpo múltiple y extranjero a la vez, capaz de entrar y salir de mundos disímiles, adiestrado para un saber hacer muy específico, casi invisible, en un tráfico donde el cuerpo real se disponía a la adquisición de saberes y al entrenamiento de habilidades físicas, pero también a enmascararse y a desarrollar su capacidad de ficción.
El grupo de maestros de ténica estaba integrado por Marina Giancaspro, Alejandra Libertella, Teresa Duggan, Marta Perez Catán, Jennie Glen, Sonia Von Potovsky, Rita Caride, Renate Schottelius, Luis Baldasarre, Marisa Severino.
Esperaba las clases de composición coreográfica como la llave secreta a un territorio siempre desconocido, donde los ejercicios combinaban lo maleable de la vida inconsciente y la precisión del diseño, y oscilaban entre la construcción de un relato y el movimiento no representativo, el conocimiento exhaustivo del lenguaje y del proceso de creación en danza. Diana Machado, nuestra maestra, tenía el talento para crear esa atmósfera de laboratorio donde cada una podía perderse en su propio viaje y a la vez aprender de las demás. Aprendimos también a desarrollar otra memoria corporal, diferente a la de las clases de técnica, a desplegar formas, sensaciones, gestos y pensamientos que confabulaban con la memoria cotidiana involuntaria, que refinaban los modos de percepción y preparaban un modo de estar del cuerpo insumiso frente a los hábitos sociales.
La escuela convivía con el clima contracultural de la época, que implicaba una expansión de la experiencia artística como la que proponían La organización Negra, las Gambas al Ajillo, El Clú del Clown, Batato Barea, Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese, el Teatro Malo de Viviana Tellas, Plastercaster, La Pista 4, el teatro de Ricardo Holcer y Máximo Salas. Ese clima provocaba deseos de generar, dejarse contaminar e intervenir en la escena. La escuela fue semillero de artistas escénicas como María Ucedo y Mayra Bonard que integrarían el grupo El Descueve, y de grupos de danza independiente como Las Sacras Pectinium del que formé parte junto con Paula Erlich, Karin Freidenraij, Mariana Paz, Silvia Hilario y Andrea Varela.Así como la propuesta pedagógica respondía a un criterio basado en la heterogeneidad de corrientes y tradiciones, Margarita era receptiva y generosa en relación con las demandas y necesidades de sus alumnos. Recuerdo que cuando cursábamos el tercer año, le pedimos expresamente que incluyera las técnicas de clown y acrobacia en la cursada, en línea con las tendencias de ese momento. Fue así como ese año convocó a Carlos Lipsick y a Raquel Sokolowicz, evidenciando así su apertura a sumar técnicas alternativas a la danza y la formación teatral al entrenamiento del bailarín.
La escuela le abrió sus puertas a Alma Falkemberg, maestra de Contact Improvisation. Margarita fue pionera por su curiosidad e interés, en dejar que la orientación de la formación de los bailarines se expandiera hacia un modo de pensar el movimiento nuevo en la danza local, impacto que en ese momento fue germen de una transformación en la concepción general de la danza tal como la conocíamos hasta el momento, por la incorporación de la improvisación que daba cabida a formas no cerradas de entrenamiento, por una idea de proceso visible que sucedía a partir de la relación entre los cuerpos, por la democratización de la danza manifiesta en la diversidad de cuerpos que podían desarrollar esa práctica. En este sentido, Margarita fue pionera también al fomentar una idea de pluralidad que se manifestaba en la diferencia de estilos de los cuerpos de los alumnos y alumnas, y en donde no había privilegio de unos sobre otros.
Inolvidables fueron las clases de Historia de la danza de Susana Tambutti con su vasta y única colección de videos de obras y por su capacidad de sistematización, lo que generó las condiciones para la creación de la cátedra de Teoría de la danza que ella misma fundaría en la Carrera de Artes de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) Recuerdo sobre todo la conmoción que me produjo ver por primera vez el fragmento de la obra Nelken de Pina Bausch en donde el bailarín compone una secuencia usando el lenguaje de gestos para sordo-mudos a partir de la canción “The man I love” de Ella Fitzgerald…En la escuela teníamos también clases de música con Omar Berti y Mario de Rose donde aprendíamos a escuchar y a ampliar nuestro conocimiento de compositores y estilos musicales; y de repertorio donde aprendíamos coreografías de diferentes coreógrafos así como del repertorio de Nucleodanza.
Cuando nos graduamos de la escuela, Margarita organizó un encuentro donde nos hizo regalos personales con una carta que expresaba en pocas líneas su compromiso y su mirada atenta al proceso de cada una. Todavía atesoro el objeto, una pequeña pirámide, y su carta postal con un retrato de Grete Stern.
Fueron años intensos y felices, que perduraron en mí y en todas mis compañeras. La escuela selló en nosotras un deseo que se desplegó en el tiempo y que fue asumiendo formas muy diferentes en cada una, pero en el que convergen la curiosidad, el interés por el cuerpo en todas sus perspectivas: el arte, la salud y la educación, la gestión de espacios, la teoría y la crítica de danza, así como la reconstrucción de la tradición y la apuesta a lo nuevo, la actitud de investigación y los desarrollos profesionales con una fuerte impronta personal.Agradezco a Margarita profundamente haber contado con ese espacio, con su mirada y su acompañamiento. Observar en su obra el devenir de sus intereses artísticos, el espíritu de búsqueda en el desplazamiento de la escena al video arte, la reinvención de sí misma sin necesidad de reaseguros, siguen siendo para mí una fuente de aprendizaje continuo».