Por Jennifer Burris Stanton, curadora
En una entrevista de 1976 con el escritor del New Yorker Calvin Tomkins, el compositor John Cage anunció: “Voy hacia la violencia, no hacia la ternura; hacia el infierno, no hacia el cielo; hacia lo feo, no hacia lo hermoso; hacia lo impuro, no hacia lo puro, porque al hacer estas cosas ellas se transforman, y nosotros también nos transformamos”.
Mi primer encuentro con esta cita fue en un libro escrito por Alex Ross, otro escritor del New Yorker. Titulado The Rest is Noise: Listening to the Twentieth Century [El resto es ruido: Escuchando al siglo XX] (2007), este texto asume la tarea hercúlea de narrar una historia cultural de los últimos cien años a través de la composición clásica. El argumento alcanza su punto culminante al llegar a los años turbios posteriores a la Segunda Guerra Mundial; años de diplomacia intestina, de la paranoia de la Guerra Fría, de los medios globales electrónicos, de fusiones radicales entre música y práctica artística, y de la necesidad descarada -y de alguna manera repugnante- de adentrarse en los horrores del genocidio. Rechazando el trabajo de las generaciones anteriores con la perspectiva puntual de una vanguardia militarista, Ross argumenta que algunos compositores de esta época adoptaron los sistemas totalitarios del serialismo, mientras que otros se volcaron hacia los procesos del azar y del ‘sampleo’ electrónico. En este contexto, lo que sigue siendo cautivador del legado de Cage es su capacidad de oscilar entre posibilidades tan radicalmente diferentes (así como entre el pasado y la innovación futura) con el mismo grado de intensidad. Ross escribe: “La verdad es que Cage fue capaz tanto de gran violencia como de gran ternura, y su música fluctúa entre esos extremos”.
Esta complicidad entre la violencia y la ternura, el interés y el rechazo, y la destrucción y el homenaje es la base de la muestra Arqueologías de destrucción 1958-2014. Los procesos incendiarios, de desgarramiento, de pulverización, de restalle, de demolición y de destripamiento hablan superficialmente de un anarquismo deliberado. La primera impresión que causan los artistas que trabajan con el “destructivismo” o el “arte de la destrucción” es que su posicionamiento radical consiste en un interés casi eufórico por las acciones que resulten en cenizas y escombros, una quema literal y total del pasado. Sin embargo, el ambiente festivo de estos encuentros surge de una conexión profunda con las desigualdades políticas y sociales, un deseo de desplazar los estragos de la guerra y la represión hacia el ámbito simbólico del arte (negando así la aparente necesidad de la violencia en la vida cotidiana), como también un anhelo por que los objetos de la práctica artística sean “liberados” de los preceptos de la convención estética y de las estructuras momificantes de la cultura oficial.
Arqueologías de destrucción 1958–2014 explora este deseo de manera aforística y palimpséstica en la práctica artística contemporánea. Aunque el artista argentino y partidario del arte destructivo Kenneth Kemble lo califique proféticamente como un “experimento, un esfuerzo tentativo … imperfecto y confuso, y sobre todo, demasiado heterogéneo” , el género está delimitado por cronologías y territorios específicos, tal como lo indica explícitamente el título de la exposición. El año 1958 se refiera a la fecha de la obra más antigua de la exposición, la película assemblage que el artista Raphael Montañez Ortiz creó dando hachazos a un noticiero cinematográfico de Castle Films con un tomahawk. Junto a los cortos Golf (1957) y Cowboy And “Indian” Film [Película de vaquero e “indio”] (1957–1958), creados por Ortiz de la misma manera, Newsreel [Corto noticioso] (denominada acorde a su material de origen) antecede a sus primeras acciones de performance destructivo de los años 60. Como uno de los primeros teóricos y practicantes, Ortiz propuso múltiples manifiestos sobre la destrucción en el arte, el primero de ellos en el año 1962. Además, participó en el Simposio Internacional de Destrucción en el Arte(DIAS, por sus siglas en inglés), organizado por el artista Gustav Metzger en Londres en septiembre de 1966, y más tarde convocó un segundo DIAS que se llevó a cabo en la iglesia Judson Memorial en Nueva York en 1968.
Dadas estas actividades y exploraciones, Ortiz, más que cualquier otro artista en la exposición, se asocia con las historias y los legados de la destrucción en el arte, y su obra viene a ser el ejemplo más claro del movimiento. Gran parte de la investigación histórica y curatorial que existe sobre el movimiento se centra explícitamente en la práctica y la influencia de Ortiz, así como en las actividades de los artistas que participaron directamente en DIAS. La intención de este proyecto no es replicar ese tipo de trabajo, sino examinar cómo algunas de las acciones y preocupaciones de los “largos años sesenta” de Fredric Jameson continúan repercutiendo con cada vez más intensidad en nuestro presente. El año 2014 no es sólo la fecha de la obra más reciente de la exposición, Notas sobre la Destrucción Total del Museo de Antropología, de Eduardo Abaroa, sino que también supone un sentido de actualidad. Estas obras de celuloide fragmentado y de objetos incrustados son tan relevantes hoy como cuando fueron creados, y las obras que se han realizado desde entonces no han dejado de trabajar explícita y emotivamente con las primeras ideas sobre la destrucción en el arte. Como escribe el artista y crítico uruguayo Luis Camnitzer en su ensayo The Sixties [Los Sesenta] (1998):
La clasificación por períodos siempre es problemática.… En este sentido, el período de los años sesenta es particularmente complejo. Hay un paradigma internacional simbolizado por el movimiento estudiantil de 1968. Se asume que los estudiantes de todo el mundo se pusieron de acuerdo para protestar en contra de la guerra en Vietnam, para luchar contra la centralización del poder en las universidades, para fumar marihuana y para tirar piedras. Es cierto que estos síntomas se extendieron por gran parte del mundo, que parecían ser parte del mismo plan y que seguramente se nutrieron del mismo flujo de información. No obstante, los hechos reales respondían y obedecían a diversas historias y tradiciones locales…. Yo creo que hubo muchos sesenta y ochos en el mundo, que eran muy diferentes y que no siempre ocurrieron en el mismo año. Incluso es posible que hayan diferentes sesenta y ochos para cada individuo.
Si esta cronología compleja e iterativa es el primer marco para la exposición, el segundo es lingüístico. Arqueologías de destrucción ancla la exposición en el mundo de habla hispana -para ser más específicos, en América Latina- con énfasis particular en México y Argentina. No ha habido, hasta la fecha, una exposición que se enfoque en el funcionamiento de las ideas de destrucción en el arte en este contexto geográfico, cultural y político. Este vacío es particularmente notable dados el acenso de la agitación política, las tecnologías de violencia, el intervencionismo estadounidense y los regímenes militares a lo largo del continente durante ese mismo período. Como observa Camnitzer, los bombardeos de 1954 en Guatemala habían politizado a una generación años antes que “los que vieron la luz con las bombas que cayeron sobre Vietnam”. Al centrarse en artistas con raíces familiares o experiencias en América Latina, esta exposición comienza a abordar este vacío crítico. Al mismo tiempo, hay que destacar que dicho enfoque no equivale a un argumento de excepcionalidad o de aislacionismo; incluso, uno de los puntos de encuentro más significativos entre estas prácticas evidentemente distintas es la experiencia del exilio. Las historias personales de traslado y movimiento -de sentirse extranjero en su propio hogar- son tan importantes para formar las estrategias de destrucción como las respuestas a las tragedias geopolíticas y los cambios políticos de magnitud (de hecho, las dos están indeleblemente conectadas). Si una constelación de artistas de todo el continente americano intentó neutralizar el horror latente de la opresión sistemática y de la exclusión, desplazando la destrucción hacia al ámbito simbólico del arte, éstos también parecían estar buscando rituales de (auto)transformación mediada. “La destrucción pertenece para el artista al orden supremo de la libertad”, declaró el poeta y crítico argentino Aldo Pellegrini en su manifiesto de 1961. Esta exposición recorre las historias evolutivas de estas operaciones de libertad a través de la obra de seis artistas, Raphael Montañez Ortiz, Kenneth Kemble, Marta Minujín, Ana Mendieta, Marcos Kurtycz y Eduardo Abaroa, cuyas obras proponen destrozar tanto al ser como a la sociedad mientras que “abren varios caminos para experiencias futuras”.
Arqueologías de destrucción 1958-2014
Raphael Montañez Ortiz, Kenneth Kemble, Marta Minujín, Ana Mendieta, Marcos Kurtycz, Eduardo Abaroa
Curaduría: Jennifer Burris Staton
Cantor Fitzgerald Gallery, Whitehead Campus Center, Haverford College, Filadelfia, EEUU
Hasta el 1 de mayo de 2015