Texto curatorial de la muestra Besos Brujos escrito por Adriana Lauría
Conmemorar los cincuenta años de la creación de Besos brujos pretende desviarse de las rutinas necrológicas: la muerte de Alberto Greco ocurriría pocos meses después de su elaboración. Pero hoy lo convocamos, como él mismo afirmaría, “vivito y coleando”, por medio de una obra que concluye y condensa su meteórica e intensa trayectoria artística. Desde un principio sus realizaciones tuvieron propensión a una deriva disciplinar que le permitiría soslayar los paradigmas preestablecidos. En la segunda mitad de la década de 1940 realizó, casi a un mismo tiempo, estudios de pintura, intentos actorales y un periplo literario que cristalizaron en 1950 con la publicación de Fiesta, un pequeño libro de poemas de tirada reducida, impreso en forma artesanal. En esta plaquette el texto aparece en cursivas “dibujadas”, compuesto en cada página con una clara intención plástica. La presentación de esta pieza en la librería Juan Cristóbal terminó con la detención de los asistentes por la policía. Quizá haya que considerar el acontecimiento como su primera acción –colectiva e involuntaria– en la que mostró sus dotes para captar la atención desbordando límites y convenciones. En 1954, su primer viaje a Europa lo inclinó a la práctica pictórica, aunque ya había pergeñado varios relatos –editados en revistas o dados a conocer por lectura pública– y había avanzado en su primera novela, Viviendo en la casa de las tías viejas, hasta hoy perdida. En París, donde vivió por dos años ganándose la vida por medios alternativos –vendía dibujos al paso, práctica a la que recurrió con frecuencia a lo largo de su vida– se consubstanció con la abstracción libre y el “tachismo” y, con un conjunto de gouaches de esta tendencia, realizó su primera muestra individual en 1955. De regreso al país y a pocos meses de que Yves Klein exhibiera en París las primeras obras de este clase, Greco ensayó presentar por primera vez a nuestro público, sus propios “monocromos”. Frustrado en este intento, en 1956 exhibió su producción europea y de inmediato viajó a Brasil, para realizar exposiciones y experiencias de pintura de acción en San Pablo. Luego profundizaría estas modalidades con métodos cada vez más extremos, que lo convertirían en uno de los referentes del informalismo latinoamericano.
Nuevamente en Buenos Aires fue uno de los principales animadores del Movimiento Informalista Argentino que concretó, en 1959, dos controvertidas muestras. En la primera, además de él mismo, intervinieron Kemble, Wells, Barilari, Pucciarelli, Olga López, Maza y Towas; en la segunda –organizada por Rafael Squirru como director del Museo de Arte Moderno– se sumó Jorge Roiger, a instancias de Greco. Sus trabajos sobrepasaban con mucho el recurso de la mancha: una actividad creciente sobre el cuadro lo llevó a enriquecer la materia pictórica con toda clase de sustancias heteróclitas y procedimientos, incluyendo accidentes atmosféricos –polvo, aire, lluvia– o los provocados por fluidos humanos o animales: alguna vez hizo que unas gallinas dejaran su excremento y sus huellas sobre un par de obras sobre tabla. Fueron recursos para incorporar lo azaroso a través de lo orgánico y procurar que el proceso continuara más allá de la intervención del propio artista. Así la substancia misma de lo vital penetraba en la pintura, la modificaba, la abarcaba y rebasaba sus límites preparando el camino de su abolición. En 1960, tras ensayar el arte pobre –trapos de piso tensados en bastidores y un tronco quemado, con los que participó en el Salón de Arte Nuevo– y luego de exponer su serie de pinturas negras, organizó un homenaje a Lila Mora y Araujo, amiga y benefactora del arte emergente. El acontecimiento, que involucró a un nutrido grupo de artistas contemporáneos, se convirtió en un esbozo de las acciones que realizaría más tarde.
Un año después, luego de haber presentado su impactante muestra individual Las monjas, realizó en noviembre su primera intervención en el espacio público mediante una pegatina de afiches en el centro de Buenos Aires. En esas piezas gráficas podía leerse en grandes tipos de imprenta su nombre y los lemas “¡¡¡Qué grande sos!!!” –apropiación de un verso de la entonces prohibida Marcha Peronista– o “El pintor informalista más importante de América”. Desencantado de la vulgarización del Informalismo que licuó su inicial impulso revulsivo, Greco comenzó a utilizar su identidad para ampliar el campo del arte e involucrarlo íntimamente con la vida. Los afiches, resueltos solo con sentencias discursivas y en un formato publicitario, funcionaron como iniciadores de las prácticas conceptuales y del arte de los medios de comunicación, cuyas manifestaciones prosperarían en la Argentina hacia mediados de la década del 60. En el contexto de su propia producción, esta operación resulta un antecedente claro de sus Vivo-Dito, desarrollados poco después en Europa.
Paralelamente, retomó la figuración para trazar una galería de personajes grotescos, entre monstruosos y caricaturescos que aparecerían, en los próximos años, entretejidos con toda clase de textos manuscritos en su febril producción de dibujos a la tinta, muchas veces combinados con collages. El Vivo-Dito es, según el manifiesto que Greco dio a conocer en Génova en 1962, “la aventura de lo real”. El artista tendría por misión hacer ver la realidad señalándola donde la hallara y evitando modificarla, situación que lo diferenciaba del ready-made duchampiano, del que es indudablemente deudor. El mundo mismo y todo lo que sobre él se encontrara podía, circunstancialmente, constituirse en arte, tan solo mediando la decisión de su gesto. Al encerrar personas o cosas en un círculo de tiza y firmarlos, por ejemplo, Greco ejercía el poder de un chamán contemporáneo,sensibilizando los elementos y lugares más pedestres, a los que otorgaba una suerte de momentánea sacralidad, provocando una transformación similar a la ejercida sobre cualquier materia investida con la cualidad de lo artístico. El resto de las andanzas estéticas de Greco, que coincidieron en un todo con las de su vida, las desarrolló principalmente en Europa. En París, arte vivo y acciones Vivo-Dito. En Italia, intervenciones callejeras, fotoperformances y teatro herético-experimental –Cristo 63– que le valió la expulsión del país. En España, Vivo-Ditos que llegaron a abarcar un pueblo entero –Piedralaves, Ávila, 1963– que fue rodeado por su Gran Manifiesto-Rollo, una larguísima cinta de papel donde se combinaron escritura e imágenes sin solución de continuidad. También en España estableció estrechos vínculos y realizó experiencias conjuntas con protagonistas del arte contemporáneo, entre ellos Antonio Saura y Manolo Millares.
Allí efectuó incorporaciones de personajes vivos a la tela –huellas pictóricas de acciones performáticas–, instaló su propio espacio de trabajo y exhibiciones –la Galería Privada en Madrid–, dispuso extraordinarias acciones en el metro y presentó exposiciones resonantes. Mientras tanto no cesó de hacer dibujos y collages a los que, cuando aplicó pintura, lo hizo como un ingrediente más de sus mixturas de imágenes y textos, con planos de color que rellenaban letras –en general su apellido–, resaltaban fondos, manchaban figuras o interferían discursos. Tras un brevísimo retorno a la Argentina que evitó que Buenos Aires quedara sin su Vivo-Dito –Mi Madrid querido, diciembre de 1964– y una intensa actividad en Nueva York a comienzos de 1965 –allí se codeó con lo más granado del arte de avanzada de la época, Marcel Duchamp inclusive–, volvió a España y en mayo participó junto a Millares y el grupo ZAJ en una exposición de una sola jornada en la galería Edurne de Madrid. En Ibiza pasó su último verano y a partir de junio escribió Besos brujos, una novela plástico-performática que combinó la redacción de los episodios finales de la tormentosa relación con el escritor chileno Claudio Badal –que Greco había conocido en París en 1955–, con fragmentos de publicaciones periódicas de diferentes registros –informativo o ficcional–, letras de canciones populares donde el tango está presente desde el título, marcas de productos de consumo –Coca-cola o Suavex–, dibujos de figuras que se relacionan con el contenido de los textos, algunas cartas de amigos. También incluyó indicaciones escénicas, donde él mismo se volvía un personaje teatral o, quizás mejor, cinematográfico, que irrumpe aquí o allá con la consigna de entonar una canción. Es imposible no evocar los films protagonizados por los ídolos musicales del momento, desde Elvis Presley a Gianni Morandi. Así es que Besos brujos es un collage de textos, algunos de los cuales funcionan en concordancia con la narración autobiográfica, y otros tienen un propósito disruptivo que muestra –como en la vida misma– la invasiva solicitación de la cotidianeidad. Algunas de sus fuentes son explícitas, como ciertos artículos de la revista Fans, editada en Barcelona entre 1965 y 1967. Esta publicación estaba dedicada al público juvenil y los reportajes a conjuntos y cantantes de música pop fueron parcialmente transcriptos en la obra. Contenía además letras de canciones de moda, de las que Greco se apropió, mezclándolas con tangos y boleros antiguos que escribe de memoria o a partir de alguna grabación. Se trata de un repertorio de resonancias radiales, que identifica al autor con artistas populares como Salvatore Adamo, Luigi Tenco, Mina, Gigliola Cinquetti o los argentinos Carlos Gardel, Enrique Santos Discépolo, Libertad Lamarque o Palito Ortega. En todos los casos, el cancionero elegido acompaña el relato de los encuentros con Claudio y su entorno. Esta narración, por momentos bizarra, vertebra la obra y discurre interferida por otras entre las que se distinguen cuentos históricos, novelas de espías o romance, historias del Far West, horóscopos, lanzamientos de concursos, consejos sentimentales, correo de lectores, recomendaciones culinarias, reseñas taurinas o descripciones de jugadas de fútbol. Otra fuente reconocible son las novelas gráficas, muy difundidas en la época. Greco nos da el título de una de ellas, dibujándolo de manera enfática: Los espías mueren solos. Se trata de un tebeo de la Colección Espionaje que la Editorial Toray comenzó a publicar en 1965, y que el artista transcribió casi en su totalidad.
También incluyó copias de algunas de sus ilustraciones y ciertas onomatopeyas, en particular las de sus tramos finales, que coinciden con los de su obra, en que la muerte del protagonista parece prefigurar la del artista, profetizada en Besos brujos en reiteradas ocasiones. Es factible que otros argumentos hayan provenido de historietas semejantes, incluso aquellos pasajes que versionan clásicos como Los tres mosqueteros. Greco hizo una contundente valoración de estas publicaciones. En la página catorce señaló que “A los españoles les encanta comprar estas mierdas” y, quizás por ello mismo, las empleó profusamente. Tal vez fue el índice de popularidad de revistas, canciones y personajes lo que concitó su interés. Interés que revelaba la necesidad de proyectarse en lo contemporáneo y construir una estética en torno a la cultura de su tiempo. También es posible que estos textos de concepción simple, funcionaran como telón de fondo para la descarnada narración principal, donde campean explícitos encuentros eróticos homosexuales, promiscuidad, drogas y gestos de violencia propiciados por el despecho. Sin embargo, no menos violentos son los finales de los personajes de los relatos del lejano oeste o el de espías. Las ficciones paralelas acompañan el desenlace de la historia con Claudio, que narra el asedio y el desengaño de una relación que el artista sabe imposible y por la que expresa su voluntad de suicidarse. Historia de tintes dramáticos, cargados de un romanticismo demodé, matizados por patéticas declaraciones, toques ácidos de humor negro, bailes kitsch –el Letkiss o Letkajenkka–, canciones festivas aunque se refieran a la inconstancia amorosa –Sin timón de Palito Ortega–, e irónicas instrucciones para salir a escena por las cuales, en medio una profunda depresión, el autor se concibe a sí mismo interpretando algún tema lacrimógeno ataviado con un vestuario de moda veraniega, tal como si se tratara de un musical de la época. Hacia el final, los Besos brujos que cantó Libertad Lamarque en el disco y en el cine, se parangonan en el relato de Greco, con los que su amado le retaceara y que echaron sobre el artista la “maldición” con la que culmina el tango, que no es otra que la del amor no correspondido. Una historia digna de un melodrama, ambientada por las canciones de los años 60 y también por un bolero eterno –Desesperadamente– convocado en un par de ocasiones en la incomparable interpretación de Elvira Ríos. Su primer verso “Ven mi corazón te llama”, fue pensado por el artista como título alternativo de su novela.
Con Besos brujos, que se muestra de manera integral a través de un audiovisual especialmente realizado para esta exposición y por medio de la selección de una veintena de originales, a los que se suma un nutrido conjunto de obras que dan cuenta de su trayectoria desde 1950 hasta 1965, Greco cerró su ciclo creativo instalando estrategias que revolucionaron la manera de hacer arte. La apropiación, el pastiche, la parodia, la hibridación y desborde de disciplinas y géneros, la indiferenciación entre alta y baja cultura, el uso de los medios de comunicación masiva que en su época explotaban y que hoy, más que nunca, alteran nuestro trato con la realidad, son procedimientos que este artista tuvo la audacia de transitar y la virtud de inaugurar para el arte argentino. En tiempos en que las expresiones contemporáneas se perciben como privilegiadas y, a veces como excluyentes, resulta pertinente ver las obras y revisar el accionar de aquellos que les dieron origen. Greco tuvo la osadía y la necesidad vital de instaurar este camino. Alberto Greco ¡¡¡Qué grande sos!!!
Abre el jueves 18 de junio hasta el 5 de agosto.