Estalló la inauguración de la nueva muestra de Leandro Erlich (La Plata, 1971) en la Galería Ruth Benzacar de Buenos Aires, donde presentó seis nuevas instalaciones que siguen con su estrategia de hacer tambalear nuestra capacidad de percepción, donde amenaza y pone en duda si aquello que miramos es realmente eso que creemos estar viendo.
Las 7 instalaciones presentadas incluyen 3 fotografías de su ya conocida y festejada intervención en un aparente edificio parisino con gente cayendo, aterrada, desde él. El procedimiento, para sus seguidores, es conocido. Se trató de una estudiada, eficaz y original puesta en escena, donde un espejo sobre el piso reflejaba a quienes se montaban sobre él y generaba la ilusión de caída de personas que no podían estar más estáticas y seguras.
El resto es pura novedad. Es el ingreso a un fascinante parque de diversiones, allí la idea dominante es la de juego y sorpresa, ese deseo de ser jaqueados y engañados. Con Erlich la falta de engaño sería una traición. Y nos traiciona y se lo agradece y venera por esa vulnerabilidad que instala en la mirada.
Hay un tren. Pero no es un tren. Es la ventana de un tren. Claro que no hay tren ni ventana. Hay un video incrustado en una pared, intervenida para darnos la idea de una ventana que a veces es de tren, otras de metro, otras de ferry y nos lleva a pasear a distintas velocidades y a distintas horas por una ciudad global formada con retazos de París, Nueva York, Buenos Aires, y Seúl -o Shangai-. No importa en realidad: sí se puede decir que transitamos por los bordes de un espacio urbano y sus edificios indefinidos, de aquí y de allá, de países llamados del primer mundo y también de aquellos considerados emergentes. Es una ciudad. La ciudad Erlich del tren ídem. ¿Y dónde está uno? ¿Fuera o dentro del tren? ¿Fuera o dentro de la ciudad construida? Uno está donde quiera ponerse.
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Y luego hay tres nubes. Pero en realidad son plantillas de vidrio -contamos 16 en cada una de las intalaciones- e imaginanamos algodón pegado para la dar la idea de cúmulo. Pero tras lo vidrios no se ve nada, sin embargo: las nubes se ven y no importa entender el procedimiento. Es más inquietante acertar a la situación de encandilamiento que produce ante el que mira.
Y luego hay una puerta blindada violada por una pelota de aluminio. Una pelota se encuentra estática sobre el piso y la puerta ya está rota. El recorrido hasta el accidente o la perpetración del espacio privado sucede en un lugar que está fuera de lo que se aprecia.
Y luego hay un ascensor cuyas puertas se abren y cierran. Y muestran a sus pasajeros. Parejas que se besan, gente que vuelve de la compra, una familia con niños con juegos. Siempre guiños al arte. Muchos de los pasajeros-personajes son amigos-parientes-colegas del artista, y esos habitantes del ascensor tienen muchos cameos de artistas visuales que se prestaron al juego. Claro que no hay ascensor. Hay una puerta de y hay unos videos en tamaño real que muestran a los que suben y bajan en un movimiento sin fin y si, por alguna razón queremos sumarnos, no encontraremos nada más que una pared dura y fría con figuras humanas y planas proyectadas. No hay ascensor ni pasajeros. Hay, otra vez, engaño.
Y luego hay un jardín vidriado. Uno se mira y ve a alguien enfrente pero el que está enfrente realmente está al lado de uno, en paralelo no cruzado. Y el estupor y el engaño llega a un punto que da risa y zozobra. Uno se sigue mirando sin encontrarse, salvo que estire mucho el cuello y, con tortícolis, descubra el procedimiento.
Y luego y por fin, en la sala de abajo de la galería, hay una tienda donde una cantidad de probadores que no vale la pena contar arman un laberinto con sus cortinas y espejos que llevan al infinito y uno se mira y el espejo no está. Hay aire y ese aire permite que el espejo pueda ser cruzado una y otra vez hasta que, en el hábito fácil del cruce, uno se topa con un espejo y se golpea la nariz. Y entonces, precavido, hay que recorrer los probadores del laberinto con la mano estirada para vivir la zozobra del cruce y estar preparados para el límite.
La tienda de los probadores infinitos exhibe 10 camisas blancas: son esculturas de cerámica. Aunque parezcan felizmente planchadas y almidonadas, descuidadamente arrugadas o rotas.
Recortar en palabras y en imágenes estáticas o en fragmentos de su movimiento este nuevo trabajo de Erlich es una osadía, un acto de vanidad de explicar aquello que sólo puede ser apreciado/interpretado/jugado con el cuerpo presente en el riesgo de la ilusión que el artista nos presenta.
Erlich cita a Borges en esos senderos que se bifuracan siempre y cada vez y no dejan de abrirse camino en alguna rajadura distraída de nuestro cerebro y con ella cuenta y juega. Y una vez más nos deja atónitos. Admirados.